lunes, 15 de marzo de 2010

Ivan Terrazas

El día era soleado pero hacía mucho viento. Yo regresaba de la tienda con dos latas de verduras, unos cuantos aguacates bien maduros y un kilo de chocolate negro. Desde que José Sastre vive conmigo he tenido que cambiar mis hábitos carnívoros por aquellos propios de los herbívoros. Estoy bien, ya son algunos meses que no he probado un pedazo de carne y no me siento ni débil ni me he vuelto verde. Aquel día, con la chamarra cerrada hasta arriba y los guantes de alpaca andina llegué a los depratramentos, subí hasta el quinto piso y entré en la guarida. Sastre me esperaba sentado en la cocina, enrollado como sushi en su negra cobija.

Después de la efímera comida verde, abrí una de las revistas que coleccionaba mi compañero de cuarto. Poemas, cuentos, bandas, comics, películas; todo impreso en tinta roja sobre papel gris. Aburrido. Si  embargo, un artículo me llamó la atención, Tráfico de blancas de Filipinas a Madrid: negocio perfecto. No fue el contenido del texto, sino más bien el nombre del autor que me saltó entre tanto rojo sangre. Ivan Terrazas, leía. Lo recordaba perfectamente, fue para un proyecto en la prepa, en un periódico estudiantil me habían pedido escribir una historia en alguna localidad exótica para el día de la internacionalidad. Exótica, fue el único requisito. Así que escribí sobre Ivan Terrazas.

Delgado, no muy alto, de tez marrón como la tierra que lo vio nacer, el filipino quedó huérfano por razones desconocidas. Pero su suerte cambió cuando una mujer treintona de nacionalidad europea lo adoptó y lo sacó de la mísera vida que llevaba en los pobres países tercermundistas. Ivan se crió con la única mujer que jamás tuvo en su vida, la cual murió cuando su tercer esposo, después de una noche de copas, regresó a casa y la calló a golpes. Terrazas terminó por estudiar medicina en alguna escuela no renombrada y al finalizar sus estudios, después de escribir sobre el amor y sobre los sueños humanos, desapareció de la faz de la tierra. Quizás volvió a las Filipinas, quizás se reunió con su madre adoptiva, no lo supe jamás, el límite del texto era una cuartilla y si quería seguir escribiendos me hubiera visto obligado a escribir otra más. Pero hoy, frente a mí, tan real como el crujido de tripas que me convulcionó las entrañas, Ivan Terrazas se dejaba ver.

Es mi autor favorito, mencionó José, siempre sabe exactamente qué decir, ¿sabes que sus textos sobre el amor y los sueños huamanos fueron prohibidos en su patria? Fue huérfano, creo. ¿Es bueno? pregunté, confiando en el buen criterio de mi amigo. Buenísimo, una de mis mayores influencias, y eso ya es decir algo.

Miré el papel gris que desteñía sus textos en mis dedos. La dirección electrónica de mi personaje se borraba entre mis yemas. Contacto. ¡No! Ya suficiente tengo con Sastre, lo último que me falta es tener contacto con otro personaje, me dije.

Esa noche, en la cama, pensé por un momento en Ivan Terrazas, después me dormí.