lunes, 5 de abril de 2010

El Inspector

Abigaíl lavaba sus pies en la lavabo. El agua caliente le quitaba las costras de sangre y le provocaba una sensación un tanto placentera. La ropa ya estaba en la bolsa negra, como habían quedado hace dos días. Y los zapatos, esos te los quedas tú, a ver qué haces con ellos. El agua caliente seguía corriendo, al igual que sus lágrimas.

Alguien tocó la puerta tres veces. El corazón le latió a mil por hora y casi se le salió del pecho. Silencio en el apartamento. Cerró cuidadosamente la llave, cuidando de no dejar ninguna mancha marrón sobre el lavabo y cruzó descalza la sala. Tres golpes en la puerta, esta vez más fuerte. Las dos sombras proyectadas por debajo de la puerta le indicaban que, sin duda, hoy era su última noche de vida; recocnocería esos zapatos incluso si nunca antes lo había visto. ¡Abigaíl, abre! Es José, le dijo la voz que pertencía a las sombras inhertes. Sintió cómo el alivio le refrescaba el calor que corría por sus venas. Se apresuró a quitar las cerraduras y, al abrir la puerta, abrazó sollozante la figura masculina que se le presentaba enfrente.

Entró a paso militar, sin prestarle atención a ella y descorrió cuidadosamente la cortina. No han llegado, dijo, no se ve ninguna luz. Olvidé comprar la comida pero creo que aún me queda algo de dinero. Sacó de su bolsillo un paquete de cigarros y de él un billete de cien pesos. Voy a la tienda, regreso con cualquier cosa. ¿Quieres algo en especial? Abigaíl no respondió. Bien, entonces regreso con cualquier cosa. Quitó las cerraduras, abrió la puerta, y se perdió del otro lado del muro.

Abigaíl entonces, sola de nuvo, regresó al baño, abrió la llave de agua caliente y dejó que las lagrimas le corrieran por las mejillas. Tenía miedo, mucho miedo. El vapor le nubló la vista que el espejo le regresaba. Mejor, se dijo, así no me doy pena.

La puerta sonó una vez. Abigaíl corrió a abrir, más por hambre que por gusto de ver a su compañero. Justo al girar la manija notó que ninguana sombra se proyectaba debajo de la puerta, como si no hubiera nadie, o como si todos estuvieran detrás.

José había regresado con la bolsa plástica conteniendo una lata de frijoles y tortillas. Dos hombres inmensos le escltaban los costados y un sujeto diminuto se escondía detrás de él. La cara de José estaba descompuesta. Su corazón dio un salto. El Inspector. Supo en ese momento que aquella sería la última vez que abriría una puerta. Qué pena, se dijo, todo había salido tan bien.

lunes, 15 de marzo de 2010

Ivan Terrazas

El día era soleado pero hacía mucho viento. Yo regresaba de la tienda con dos latas de verduras, unos cuantos aguacates bien maduros y un kilo de chocolate negro. Desde que José Sastre vive conmigo he tenido que cambiar mis hábitos carnívoros por aquellos propios de los herbívoros. Estoy bien, ya son algunos meses que no he probado un pedazo de carne y no me siento ni débil ni me he vuelto verde. Aquel día, con la chamarra cerrada hasta arriba y los guantes de alpaca andina llegué a los depratramentos, subí hasta el quinto piso y entré en la guarida. Sastre me esperaba sentado en la cocina, enrollado como sushi en su negra cobija.

Después de la efímera comida verde, abrí una de las revistas que coleccionaba mi compañero de cuarto. Poemas, cuentos, bandas, comics, películas; todo impreso en tinta roja sobre papel gris. Aburrido. Si  embargo, un artículo me llamó la atención, Tráfico de blancas de Filipinas a Madrid: negocio perfecto. No fue el contenido del texto, sino más bien el nombre del autor que me saltó entre tanto rojo sangre. Ivan Terrazas, leía. Lo recordaba perfectamente, fue para un proyecto en la prepa, en un periódico estudiantil me habían pedido escribir una historia en alguna localidad exótica para el día de la internacionalidad. Exótica, fue el único requisito. Así que escribí sobre Ivan Terrazas.

Delgado, no muy alto, de tez marrón como la tierra que lo vio nacer, el filipino quedó huérfano por razones desconocidas. Pero su suerte cambió cuando una mujer treintona de nacionalidad europea lo adoptó y lo sacó de la mísera vida que llevaba en los pobres países tercermundistas. Ivan se crió con la única mujer que jamás tuvo en su vida, la cual murió cuando su tercer esposo, después de una noche de copas, regresó a casa y la calló a golpes. Terrazas terminó por estudiar medicina en alguna escuela no renombrada y al finalizar sus estudios, después de escribir sobre el amor y sobre los sueños humanos, desapareció de la faz de la tierra. Quizás volvió a las Filipinas, quizás se reunió con su madre adoptiva, no lo supe jamás, el límite del texto era una cuartilla y si quería seguir escribiendos me hubiera visto obligado a escribir otra más. Pero hoy, frente a mí, tan real como el crujido de tripas que me convulcionó las entrañas, Ivan Terrazas se dejaba ver.

Es mi autor favorito, mencionó José, siempre sabe exactamente qué decir, ¿sabes que sus textos sobre el amor y los sueños huamanos fueron prohibidos en su patria? Fue huérfano, creo. ¿Es bueno? pregunté, confiando en el buen criterio de mi amigo. Buenísimo, una de mis mayores influencias, y eso ya es decir algo.

Miré el papel gris que desteñía sus textos en mis dedos. La dirección electrónica de mi personaje se borraba entre mis yemas. Contacto. ¡No! Ya suficiente tengo con Sastre, lo último que me falta es tener contacto con otro personaje, me dije.

Esa noche, en la cama, pensé por un momento en Ivan Terrazas, después me dormí.

lunes, 18 de enero de 2010

José Sastre, el filósofo

Todo comenzó como simples llamadas a conocidos y preguntas a familiares; después, fue hacer y pegar carteles en zonas estratégicas de la colonia. Pero no fue  hasta que me encontré a mí mismo en el frío y bajo la lluvia, entregando propaganda a desconocidos y persuadiéndolos de una vida tranquila en el departamento de René Gadeau, que me di cuenta cuán desesperado en verdad estaba. Y es que la renta seguía y seguía subiendo y yo no podía seguir igual.
 
Hace dos días, después de pegar algunos mensajes en los postes saliendo del trabajo, regresé a la guarida agotado y empapado, con una mancha de mayonesa en el hombro y un meñique herido de arma punzocortante. Hize un té de manzanilla con limón (para evitar resfriados), tomé una ducha rápida y caí rendido en la bati-cama. Dormí como nunca antes lo había hecho (hasta dejé una de esas delatadoras manchas de baba en la almohada).

A las cuatro y cuarto de la mañana, en lo más profundo de mi sueño, alguien tuvo a bien sonar el timbre, a pesar de los muchos NO TOCAR EL TIMBRE. Una escándalo azotó el edificio y despertó a todos los vecinos, a los vecinos del edificio de al lado y al guardia que estaba dormido en su cabina. Calculé quizás unos tres segundos de silencio entre la imprudencia y la ola de bellas frases adornadas con lo más colorido y folklórico de la lengua española. Terminé por levantarme y asomarme por la ventana para ver la cara del temerario. Lo único que pude vislumbrar en la penumbra de la madrugada fue una silueta humana acostada y encogida sobre el suelo. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No dudé ni un segundo, tomé mi edredón azul, me envolví en él y bajé corriendo los cinco pisos de diferencia entre el sujeto y yo. Alguien debería de arreglar ese timbre, me dije a mí mismo, al esquivar de un brinco el último escalón.

Del otro lado de la puerta de cristal se encontraba un hombre tenido en el suelo, inmóvil. Abrí rápidamente la pesada herrería y me postré junto a la figura desvalida. Al verle la cara lo reconocí inmediatamente: ojos verdes, piel de leche, cabellos dorados y revueltos, como un campo de trigo. La barba le brotaba abundantemente y le escondía algunas cicatrices de antiguas peleas. Su delgado cuerpo temblaba de miedo ante cualquier mujer y de coraje ante la autoridad. Sus huaraches, su morral cargado de libros y su suéter verde constituían una combinación única, distinctiva; pero el rasgo que más le caracterizaba era su mente, tan misteriosa y ágil como su mirada. Así fue como describí por primera vez a José Sastre, el filósofo, en una de las tantas intentivas fallidas de novela filosófica que su servidor admite haber intentado escribir.

¡Mierda!, exclamé, al darme cuenta de que ya no había marcha atrás. Desde lo que ocurrió hace algunos años con uno de mis personajes me he jurado de jamás volver a involucrarme personalmente con ellos. Pero no podía dejarle tirado a la mitad de la calle, recién electrocutado, expuesto al frío. Así que lo envolví en la cobija azul, lo arrastré dentro del edificio y lo dejé al pie de las escaleras. Mientras, subí corriendo los cinco pisos, entré en mi departamento, llegué a mi habitación y busqué mi celular. Lo encontré debajo de la húmeda almohada. Me giré para avanzar hacia la cocina, donde tenía el número de emergencias anotado en el refrigerador. Pero, al entrar al comedor, le vi sentado en una de mis sillas de madera, envuelto como tamal en un azul cielo, mirándome con sus ojos tiernos y vivaces.

Entonces, me preguntó, ¿puedo quedarme? En la mano derecha sostenía uno de los panfletos encabezado por se busca compañero de habitación en rojo.Una de sus encantadoras sonrisas le jugeteaba debajo de la barba.

Quizás no haya sido una buena idea haber roto mi propio juramento. Quizás haya sido una pésima idea, considerando su pasado en la institución del consumo de drogas. Pero el hecho de haberme pagado el primer mes de renta me hizo sentirme un tanto cómodo. A demás, en verdad es un buen chico, simplemente  ha estado en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Y fue esto último lo que terminó por convencerme de dejrlo vivir conmigo: el hecho de que mi conciencia no me perdonaría jamás dejarle en la calle, sin dónde vivir, sin dónde comer, después de haberle hecho una vida tan difícil.

José duerme ahora en la cocina, junto a Pannos, abrazando su morral de libros, sus únicas pertenencias. Me pareció un tanto extraño de mi parte el ser tan piadoso, pero, a veces, el hambre puede más que la moral.

Lástima, ahora no podré dormir desnudo.

jueves, 14 de enero de 2010

Las hormigas

Este es uno de los momentos en los que su servidor abre su alma, se avergüenza de sí mismo y se hace chiquito, muy chiquito. Uno de esos momentos en los que a uno le dan ganas de llorar, de reír, de morder al de junto.

El hecho es simple de aceptar: TENGO UNA FOBIA; pero es más duro de superar de lo que parece. Y sé muy bien que ustedes, mis queridos lectores no-comento-porque-me-da-pena posiblemente piensen en este preciso momento "pero René, no te preocupes, todos le tenemos miedo a algo". O quizás no les importe tanto... Pero sí, es cierto, todos le tenemos miedo a algo, ya sea la oscuridad, la arañas, las alturas, la velocidad; a todos se nos encoge por una estupidez. Yo, su servidor, le tengo pavor a las hormigas.

Todo comenzó cuando era pequeño, seis-siete años (qué manera tan cliché de comenzar...). Estaba en casa de mis abuelos maternos, en tierra caliente, viendo cómo mi padre ayudaba a su suegro a plantar un arbolito bien bonito. El caso es que su servidor iba desclazo y que, sin darse cuenta, su pie izquierdo pisó la entrada del cuartel de las compañeras subterraneas. Me hizo falta mucha agua, talco, medicamento y lágrimas para bajar el molestar, y aún hoy en día no logro reponerme del susto.

Fue así como mi vida cambió. Los cuatro meses posteriores al brutal y despiadado ataque soñé que era una hormiga y que mis compañeras me molestaban y me mordían todo el tiempo. Despertaba llorando y con dolores insoportables en las piernas. Mi madre pasaba cerca de una hora persuadiéndome de que nada había sucedido mientras sobaba mis pantorrillas.

Hasta que un nublado día, Jorge, el amigo pseudo-psicólogo de mi madre, le comentó que un buen remedio para curara los miedos infantiles es hacerles escribir o dibujar una historia sobre el "factor pavor". Persuadido por la promesa utópica le hice caso al especialista -ajem- y dejé mi imaginación volar.

Ideé una historia en donde una plaga de hormigas ataca salvajemente un almacén de azúcar y come despiadademente todo lo que encuentra en su camino, con ilustraciones coloridas y todo. Supongo que se habrán dado cuenta, queridos lectores no-comento-porque-me-da-pena, que el supuesto remedio sirvió tan bien como lo hace mi celular. Y ahora me encuentro con un problema más grande: cada vez que se termina el azúcar en el trabajo es a mí a quien mandan por diez bolsas del preciado edulcorante blanco al almacén, donde una vez al año cae una plaga de hormigas rojas y grotescas que lo arrasa todo. Y lo peor es que aún me despierto algunas veces por la madrugada, con ardor y comezón en las piernas y un grito ahogado en la garganta.

martes, 12 de enero de 2010

Pannos

Cuando describí por primera vez a Pannos tenía yo doce o trece años. No imaginaba que algún día este personaje llegaría a ser una parte importante de mi vida.

Resulta que un día de esos en los que abunda la inocencia porque los años aún no nos han corrompido del todo, se me ocurrió la idea de escribir un cuento sobre un pequeño hamster aventurero llamado Pannos. Era regordete, anaranjado y muy peludo, con extravagantes habilidades tales como atar cordones de zapatos o mordisquearlo todo hasta no dejar nada. El mentado animal debía de salvar al mundo de los hamsters de los malvados cuervos que se comían a los pobres compatriotas cuando salían a nutrirse de sol. Pero Pannos tenía una sutil debilidad: no podía mirarse en un espejo porque se convertía en una bola de pelos.

Después de unas buenas cinco horas de escribir, dibujar e imaginar, me aburrí, y cuando me di cuenta de que la historia no llegaba a nada y se ahogaba en los puros detalles decidí tirar el papel a la basura (sí, en esa época no tenía computadora, escribía en papel. Arcaico, ¿no?). Pero todo comenzó a cambiar unos años más tarde cuando en la casa de mis padres, sobre todo en mi habitación, comenzaron a aparecer hoyos del tamaño de una pelota de tennis a nivel del suelo. Después, la épica plaga de cuervos que azotó el vecindario por semanas (hasta que mi padre tuvo a bien comprarse un rifle). Todo parecía coincidir, pero yo aún no sabía que mis cuentos eran más que eso: simples cuentos. Hasta que un día, de noche, apareció un animal anaranjado y regordete entre mis zapatos, entretenido en hacerle nudos a mis cordones. Fue entonces que me di cuenta de que Pannos existía, y me tomó un poco más de tiempo comprender que había sido yo el creador.

Conservé a Pannos como mascota hasta mi tercer año de preparatoria. Le compré una jaula de fierro doblemente reforzada (para evitar fugas), y una vez a la semana le compraba un par de cordones para que se divirtiera haciendo nudos. Pero un trágico día, Oruga, el gato familiar, tuvo un ataque de nervios y, entre las convulsiones de su crisis, soltó una bola de pelos que pegó en la falza pared e hizo tumbar el espejo de marco dorado.

Hoy, ya más maduro -ajem-, volteo a verme en esas épocas y no puedo evitar sentir ternura (un poco de nostalgia y envidia, también). Aún extraño a Pannos (sobre todo cuando se trata de atar mis zapatos), pero conservo la bola de pelos como recuerdo nostálgico (y remordido de conciencia por pensar que, si lo tiro, lo estaré matando). Lástima que nunca escribí un remedio para su mal.

lunes, 11 de enero de 2010

María Velero y Carmela (día maldito)

Cuando uno escucha la frase "hoy es tu día libre" que se pavonea por la cabeza al despertar, ya tarde, por la mañana, uno no puede evitar sonreírse para sus adentros. Y es que la despreocupación es la más hermosa de las musas. Pero cuando el teléfono suena -y es de esas veces en las que dices "ya me cargó..."-, y la voz de tu jefa te pide de favorcito atender la barra del bar porque Julio, su hijo, está enfermito, sientes una ligera presión en las sienes que va incrementando en intensidad con cada pulsación que emite el teléfono cuando te han colgado.

Hoy fue uno de esos que me gusta llamar "Días Malditos". No hubo agua caliente, la leche estaba agria, encontré mi súper-traje lleno de manchitas azules misteriosas, se me cayó el cepillo de dientes al retrete, se me cayó la cartera al retrete, se tapó el retrete, me electrocuté ligeramente al apagar la lámpara de lava (nada grave, pero cómo encabrona), me dejó el autobús, me regresé a la guarida porque olvidé peinarme, me volvió a dejar el autobús, un niño me hizo notar cuán parecido soy a Michael Jackson y, para colmo, al llegar a Las Tejas, Julio me esperaba con una sonrisa de oreja a oreja detrás de la barra del bar. En fin, ocho horas malpagadas junto al gorila mayor atendiendo ebrios matutinos.

En mi receso de media hora me aplasté en una esquina sahumeada en tabaco y, con chocolate caliente en mano, escribí en una servilleta a María Velero. Alta, de rasgos finos, esbelta; los cabellos gruesos como ramas de arbol en invierno le sujetan el nido de aves exóticas que lleva por chongo. Las piernas kilométricas, las pantorrillas atlánticas. El chaleco verde que lleva siempre le aprieta la cintura y le ensancha las caderas, forradas en tela de falda ejecutiva. Los zapatos en punta torturan el suelo a cada paso y hacen resonar su eco en todo lugar, como esas bombas ya lejanas en la memoria. Alguien alguna vez había dicho que parecía como si el aire a su alrededor oliera a alcatraces. Perfecta debió de haber sido su nombre. El único defecto que se le podía encontrar a la diosa griega era su perrita Carmela. La lleva a todos lados con ella. Le paga los más caros estilistas y chefs, la baña en leche tierna, le compra joyas y accesorios y ropas. Ningún pretendiente de la señorita Velero se habría jamás podido comparar a sí mismo con su perra Carmela...

Julio me interrumpió a gritos para que fuese a atender la mesa cinco. Apreté a mi personaje contra sí mismo dentro de mi puño, haciéndolo bolita y, al pasar junto al gorila, antes de que fuese a tirar la basura, encesté dentro de la bolsa negra.

Atravecé la atmósfera londinense y llegué a la mentada mesa, en donde me esperaba una chica jóven, de rasgos finos, con cabellos de rama y chongo de nido. Un perrito blanco me gruñía desde la comodidad del regazo de su dueña.

"Señorita", me vi obligado a decirle, "aquí no se aceptan animales".

Me miró con ojos fríos de caprichoso incorregible. Su mirada cian se clavó en la mía y, por un instante, sentí que me conocía.

Mientras el exquisito silencio incómodo comenzó a hacerse cómodo, yo me iba haciendo chiquito, más apenado que nunca. Jamás me ha gustado correr clientes, mucho menos si no es su culpa. Sin embargo, las reglas son claras y rígidas: no animales dentro del comercio. La chica de piernas kilométricas pareció entenderlo. Se levantó lentamente sin decir nada y caminó hasta la puerta de salida con la bestia en brazos. Antes de desaparecer detrás del marco de madera, giró la cabeza y miró mi rostro, como si buscara en su mente un nombre que coincidera con la cara que se le presentaba. Después, salió para siempre, dejando atrás el eco de los tacones fatales y un aroma a flores blancas. Julio me miró y realizó una pésima imitación de una chica con la intención de hacerme reír. Falló.

Al salir, pensé en ir detrás del edificio a hurgar entre la basura para poder terminar la historia de María Velero y Carmela, pero me pareció demasiado esfuerzo para un personaje tan pasajero.

domingo, 10 de enero de 2010

El hijo de Don Castro

Pasé toda la semana encerrado en la casa, mirando el mal tiempo, las nubes, la lluvia; sintiendo el frío en todos lados, en todas las superficies, en todos los rostros que pasaron frente a la ventana. Los chocolates calientes pasaron desesperadamente uno tras otro (el café me da gases), y mi abuelo se quejó al no encontrar su caja de galletas de mantquilla: me las comí todas en dos horas -ajem-. Todo apuntaba a un sólo blanco: el ambiente perfecto para seguir escribiendo la vida de Antonio Castro.

Tras varios minutos de reflexión profunda decidí hacerle químico, le compré una casa en el centro del Distrito, le conseguí una bella y jóven mujer y dos hijos; sus padres le vistaban una vez al mes, sus colegas le festejaron su vigésimo octavo aniversario en una fiesta sorpresa y una empresa extranjera le ofreció trabajo. Lo borré todo y le hice artista, le renté un cuarto en la casa de su tía Meche, le casé con una extranjera y le di una lista de hijos más larga que su barba. Después le hice empresario viudo y homosexual de clóset, con más problemas legales que pelos en la entrepierna. Después, cajero de banco con una vida nocturna de stripper en antros para señoras menopáusicas. Después, padrote de transexuales y traficante menor de cocaína y de órganos, adicto al cemento y enfermo de SIDA. Después, envejeció treinta años y le pagué un viaje a Miami para poder alejarse del ruido y dedicarse al espionaje, su pasión secreta. Comenzó a investigar el crimen de su primer hijo, no, su segundo hijo...

Mis habilidades de escritor se hacían claras como el agua y me dio mucha pena por el buen y pobre Toño, así que decidí matarlo, darle una muerte pasible, en su cuarto, de noche, un ataque al corazón. Silencioso.

Mi jefa me llamó cuando terminaron los funerales de mi pobre personaje para "hacerme saber que era requerida mi presencia en el evento de la noche". Me puse mi súper-traje blanco y negro (soy mesero), y salí a la lluvia para asaltar las calles de la gran ciudad. Llegué al evento, pagué mi taxi y caminé hasta la puerta principal. Resultó ser que pasé ocho horas malpagadas sirviendo comida a las viudas y los huérfanos del señor Castro. Sus padres dieron unas palabras de consolación a los invitados y resumieron los logros de su único hijo mientras la tía Meche tocaba el Canon en el piano. Su ex esposa platicó toda la noche con una extranjera y unos trasvestidos ocuparon la mesa del oscuro rincón, objeto de discuciones sexuales en la mesa de los químicos. Sentí culpa por haberle matado a tan temprana edad, por haberle hecho una vida tan triste y solitaria y por haberle dejado tantos pendientes.

Mi turno terminó a las dos de la mañana y regresé sonámbulo a la guarida. Me quité el súper-traje y me tiré a la cama sin poder concebir sueño alguno. Quizás, me dije, algún día se sabrá qué pasó con su pobre hijo.