lunes, 11 de enero de 2010

María Velero y Carmela (día maldito)

Cuando uno escucha la frase "hoy es tu día libre" que se pavonea por la cabeza al despertar, ya tarde, por la mañana, uno no puede evitar sonreírse para sus adentros. Y es que la despreocupación es la más hermosa de las musas. Pero cuando el teléfono suena -y es de esas veces en las que dices "ya me cargó..."-, y la voz de tu jefa te pide de favorcito atender la barra del bar porque Julio, su hijo, está enfermito, sientes una ligera presión en las sienes que va incrementando en intensidad con cada pulsación que emite el teléfono cuando te han colgado.

Hoy fue uno de esos que me gusta llamar "Días Malditos". No hubo agua caliente, la leche estaba agria, encontré mi súper-traje lleno de manchitas azules misteriosas, se me cayó el cepillo de dientes al retrete, se me cayó la cartera al retrete, se tapó el retrete, me electrocuté ligeramente al apagar la lámpara de lava (nada grave, pero cómo encabrona), me dejó el autobús, me regresé a la guarida porque olvidé peinarme, me volvió a dejar el autobús, un niño me hizo notar cuán parecido soy a Michael Jackson y, para colmo, al llegar a Las Tejas, Julio me esperaba con una sonrisa de oreja a oreja detrás de la barra del bar. En fin, ocho horas malpagadas junto al gorila mayor atendiendo ebrios matutinos.

En mi receso de media hora me aplasté en una esquina sahumeada en tabaco y, con chocolate caliente en mano, escribí en una servilleta a María Velero. Alta, de rasgos finos, esbelta; los cabellos gruesos como ramas de arbol en invierno le sujetan el nido de aves exóticas que lleva por chongo. Las piernas kilométricas, las pantorrillas atlánticas. El chaleco verde que lleva siempre le aprieta la cintura y le ensancha las caderas, forradas en tela de falda ejecutiva. Los zapatos en punta torturan el suelo a cada paso y hacen resonar su eco en todo lugar, como esas bombas ya lejanas en la memoria. Alguien alguna vez había dicho que parecía como si el aire a su alrededor oliera a alcatraces. Perfecta debió de haber sido su nombre. El único defecto que se le podía encontrar a la diosa griega era su perrita Carmela. La lleva a todos lados con ella. Le paga los más caros estilistas y chefs, la baña en leche tierna, le compra joyas y accesorios y ropas. Ningún pretendiente de la señorita Velero se habría jamás podido comparar a sí mismo con su perra Carmela...

Julio me interrumpió a gritos para que fuese a atender la mesa cinco. Apreté a mi personaje contra sí mismo dentro de mi puño, haciéndolo bolita y, al pasar junto al gorila, antes de que fuese a tirar la basura, encesté dentro de la bolsa negra.

Atravecé la atmósfera londinense y llegué a la mentada mesa, en donde me esperaba una chica jóven, de rasgos finos, con cabellos de rama y chongo de nido. Un perrito blanco me gruñía desde la comodidad del regazo de su dueña.

"Señorita", me vi obligado a decirle, "aquí no se aceptan animales".

Me miró con ojos fríos de caprichoso incorregible. Su mirada cian se clavó en la mía y, por un instante, sentí que me conocía.

Mientras el exquisito silencio incómodo comenzó a hacerse cómodo, yo me iba haciendo chiquito, más apenado que nunca. Jamás me ha gustado correr clientes, mucho menos si no es su culpa. Sin embargo, las reglas son claras y rígidas: no animales dentro del comercio. La chica de piernas kilométricas pareció entenderlo. Se levantó lentamente sin decir nada y caminó hasta la puerta de salida con la bestia en brazos. Antes de desaparecer detrás del marco de madera, giró la cabeza y miró mi rostro, como si buscara en su mente un nombre que coincidera con la cara que se le presentaba. Después, salió para siempre, dejando atrás el eco de los tacones fatales y un aroma a flores blancas. Julio me miró y realizó una pésima imitación de una chica con la intención de hacerme reír. Falló.

Al salir, pensé en ir detrás del edificio a hurgar entre la basura para poder terminar la historia de María Velero y Carmela, pero me pareció demasiado esfuerzo para un personaje tan pasajero.

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