lunes, 18 de enero de 2010

José Sastre, el filósofo

Todo comenzó como simples llamadas a conocidos y preguntas a familiares; después, fue hacer y pegar carteles en zonas estratégicas de la colonia. Pero no fue  hasta que me encontré a mí mismo en el frío y bajo la lluvia, entregando propaganda a desconocidos y persuadiéndolos de una vida tranquila en el departamento de René Gadeau, que me di cuenta cuán desesperado en verdad estaba. Y es que la renta seguía y seguía subiendo y yo no podía seguir igual.
 
Hace dos días, después de pegar algunos mensajes en los postes saliendo del trabajo, regresé a la guarida agotado y empapado, con una mancha de mayonesa en el hombro y un meñique herido de arma punzocortante. Hize un té de manzanilla con limón (para evitar resfriados), tomé una ducha rápida y caí rendido en la bati-cama. Dormí como nunca antes lo había hecho (hasta dejé una de esas delatadoras manchas de baba en la almohada).

A las cuatro y cuarto de la mañana, en lo más profundo de mi sueño, alguien tuvo a bien sonar el timbre, a pesar de los muchos NO TOCAR EL TIMBRE. Una escándalo azotó el edificio y despertó a todos los vecinos, a los vecinos del edificio de al lado y al guardia que estaba dormido en su cabina. Calculé quizás unos tres segundos de silencio entre la imprudencia y la ola de bellas frases adornadas con lo más colorido y folklórico de la lengua española. Terminé por levantarme y asomarme por la ventana para ver la cara del temerario. Lo único que pude vislumbrar en la penumbra de la madrugada fue una silueta humana acostada y encogida sobre el suelo. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No dudé ni un segundo, tomé mi edredón azul, me envolví en él y bajé corriendo los cinco pisos de diferencia entre el sujeto y yo. Alguien debería de arreglar ese timbre, me dije a mí mismo, al esquivar de un brinco el último escalón.

Del otro lado de la puerta de cristal se encontraba un hombre tenido en el suelo, inmóvil. Abrí rápidamente la pesada herrería y me postré junto a la figura desvalida. Al verle la cara lo reconocí inmediatamente: ojos verdes, piel de leche, cabellos dorados y revueltos, como un campo de trigo. La barba le brotaba abundantemente y le escondía algunas cicatrices de antiguas peleas. Su delgado cuerpo temblaba de miedo ante cualquier mujer y de coraje ante la autoridad. Sus huaraches, su morral cargado de libros y su suéter verde constituían una combinación única, distinctiva; pero el rasgo que más le caracterizaba era su mente, tan misteriosa y ágil como su mirada. Así fue como describí por primera vez a José Sastre, el filósofo, en una de las tantas intentivas fallidas de novela filosófica que su servidor admite haber intentado escribir.

¡Mierda!, exclamé, al darme cuenta de que ya no había marcha atrás. Desde lo que ocurrió hace algunos años con uno de mis personajes me he jurado de jamás volver a involucrarme personalmente con ellos. Pero no podía dejarle tirado a la mitad de la calle, recién electrocutado, expuesto al frío. Así que lo envolví en la cobija azul, lo arrastré dentro del edificio y lo dejé al pie de las escaleras. Mientras, subí corriendo los cinco pisos, entré en mi departamento, llegué a mi habitación y busqué mi celular. Lo encontré debajo de la húmeda almohada. Me giré para avanzar hacia la cocina, donde tenía el número de emergencias anotado en el refrigerador. Pero, al entrar al comedor, le vi sentado en una de mis sillas de madera, envuelto como tamal en un azul cielo, mirándome con sus ojos tiernos y vivaces.

Entonces, me preguntó, ¿puedo quedarme? En la mano derecha sostenía uno de los panfletos encabezado por se busca compañero de habitación en rojo.Una de sus encantadoras sonrisas le jugeteaba debajo de la barba.

Quizás no haya sido una buena idea haber roto mi propio juramento. Quizás haya sido una pésima idea, considerando su pasado en la institución del consumo de drogas. Pero el hecho de haberme pagado el primer mes de renta me hizo sentirme un tanto cómodo. A demás, en verdad es un buen chico, simplemente  ha estado en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Y fue esto último lo que terminó por convencerme de dejrlo vivir conmigo: el hecho de que mi conciencia no me perdonaría jamás dejarle en la calle, sin dónde vivir, sin dónde comer, después de haberle hecho una vida tan difícil.

José duerme ahora en la cocina, junto a Pannos, abrazando su morral de libros, sus únicas pertenencias. Me pareció un tanto extraño de mi parte el ser tan piadoso, pero, a veces, el hambre puede más que la moral.

Lástima, ahora no podré dormir desnudo.

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