jueves, 14 de enero de 2010

Las hormigas

Este es uno de los momentos en los que su servidor abre su alma, se avergüenza de sí mismo y se hace chiquito, muy chiquito. Uno de esos momentos en los que a uno le dan ganas de llorar, de reír, de morder al de junto.

El hecho es simple de aceptar: TENGO UNA FOBIA; pero es más duro de superar de lo que parece. Y sé muy bien que ustedes, mis queridos lectores no-comento-porque-me-da-pena posiblemente piensen en este preciso momento "pero René, no te preocupes, todos le tenemos miedo a algo". O quizás no les importe tanto... Pero sí, es cierto, todos le tenemos miedo a algo, ya sea la oscuridad, la arañas, las alturas, la velocidad; a todos se nos encoge por una estupidez. Yo, su servidor, le tengo pavor a las hormigas.

Todo comenzó cuando era pequeño, seis-siete años (qué manera tan cliché de comenzar...). Estaba en casa de mis abuelos maternos, en tierra caliente, viendo cómo mi padre ayudaba a su suegro a plantar un arbolito bien bonito. El caso es que su servidor iba desclazo y que, sin darse cuenta, su pie izquierdo pisó la entrada del cuartel de las compañeras subterraneas. Me hizo falta mucha agua, talco, medicamento y lágrimas para bajar el molestar, y aún hoy en día no logro reponerme del susto.

Fue así como mi vida cambió. Los cuatro meses posteriores al brutal y despiadado ataque soñé que era una hormiga y que mis compañeras me molestaban y me mordían todo el tiempo. Despertaba llorando y con dolores insoportables en las piernas. Mi madre pasaba cerca de una hora persuadiéndome de que nada había sucedido mientras sobaba mis pantorrillas.

Hasta que un nublado día, Jorge, el amigo pseudo-psicólogo de mi madre, le comentó que un buen remedio para curara los miedos infantiles es hacerles escribir o dibujar una historia sobre el "factor pavor". Persuadido por la promesa utópica le hice caso al especialista -ajem- y dejé mi imaginación volar.

Ideé una historia en donde una plaga de hormigas ataca salvajemente un almacén de azúcar y come despiadademente todo lo que encuentra en su camino, con ilustraciones coloridas y todo. Supongo que se habrán dado cuenta, queridos lectores no-comento-porque-me-da-pena, que el supuesto remedio sirvió tan bien como lo hace mi celular. Y ahora me encuentro con un problema más grande: cada vez que se termina el azúcar en el trabajo es a mí a quien mandan por diez bolsas del preciado edulcorante blanco al almacén, donde una vez al año cae una plaga de hormigas rojas y grotescas que lo arrasa todo. Y lo peor es que aún me despierto algunas veces por la madrugada, con ardor y comezón en las piernas y un grito ahogado en la garganta.

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