domingo, 10 de enero de 2010

El hijo de Don Castro

Pasé toda la semana encerrado en la casa, mirando el mal tiempo, las nubes, la lluvia; sintiendo el frío en todos lados, en todas las superficies, en todos los rostros que pasaron frente a la ventana. Los chocolates calientes pasaron desesperadamente uno tras otro (el café me da gases), y mi abuelo se quejó al no encontrar su caja de galletas de mantquilla: me las comí todas en dos horas -ajem-. Todo apuntaba a un sólo blanco: el ambiente perfecto para seguir escribiendo la vida de Antonio Castro.

Tras varios minutos de reflexión profunda decidí hacerle químico, le compré una casa en el centro del Distrito, le conseguí una bella y jóven mujer y dos hijos; sus padres le vistaban una vez al mes, sus colegas le festejaron su vigésimo octavo aniversario en una fiesta sorpresa y una empresa extranjera le ofreció trabajo. Lo borré todo y le hice artista, le renté un cuarto en la casa de su tía Meche, le casé con una extranjera y le di una lista de hijos más larga que su barba. Después le hice empresario viudo y homosexual de clóset, con más problemas legales que pelos en la entrepierna. Después, cajero de banco con una vida nocturna de stripper en antros para señoras menopáusicas. Después, padrote de transexuales y traficante menor de cocaína y de órganos, adicto al cemento y enfermo de SIDA. Después, envejeció treinta años y le pagué un viaje a Miami para poder alejarse del ruido y dedicarse al espionaje, su pasión secreta. Comenzó a investigar el crimen de su primer hijo, no, su segundo hijo...

Mis habilidades de escritor se hacían claras como el agua y me dio mucha pena por el buen y pobre Toño, así que decidí matarlo, darle una muerte pasible, en su cuarto, de noche, un ataque al corazón. Silencioso.

Mi jefa me llamó cuando terminaron los funerales de mi pobre personaje para "hacerme saber que era requerida mi presencia en el evento de la noche". Me puse mi súper-traje blanco y negro (soy mesero), y salí a la lluvia para asaltar las calles de la gran ciudad. Llegué al evento, pagué mi taxi y caminé hasta la puerta principal. Resultó ser que pasé ocho horas malpagadas sirviendo comida a las viudas y los huérfanos del señor Castro. Sus padres dieron unas palabras de consolación a los invitados y resumieron los logros de su único hijo mientras la tía Meche tocaba el Canon en el piano. Su ex esposa platicó toda la noche con una extranjera y unos trasvestidos ocuparon la mesa del oscuro rincón, objeto de discuciones sexuales en la mesa de los químicos. Sentí culpa por haberle matado a tan temprana edad, por haberle hecho una vida tan triste y solitaria y por haberle dejado tantos pendientes.

Mi turno terminó a las dos de la mañana y regresé sonámbulo a la guarida. Me quité el súper-traje y me tiré a la cama sin poder concebir sueño alguno. Quizás, me dije, algún día se sabrá qué pasó con su pobre hijo.

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