martes, 12 de enero de 2010

Pannos

Cuando describí por primera vez a Pannos tenía yo doce o trece años. No imaginaba que algún día este personaje llegaría a ser una parte importante de mi vida.

Resulta que un día de esos en los que abunda la inocencia porque los años aún no nos han corrompido del todo, se me ocurrió la idea de escribir un cuento sobre un pequeño hamster aventurero llamado Pannos. Era regordete, anaranjado y muy peludo, con extravagantes habilidades tales como atar cordones de zapatos o mordisquearlo todo hasta no dejar nada. El mentado animal debía de salvar al mundo de los hamsters de los malvados cuervos que se comían a los pobres compatriotas cuando salían a nutrirse de sol. Pero Pannos tenía una sutil debilidad: no podía mirarse en un espejo porque se convertía en una bola de pelos.

Después de unas buenas cinco horas de escribir, dibujar e imaginar, me aburrí, y cuando me di cuenta de que la historia no llegaba a nada y se ahogaba en los puros detalles decidí tirar el papel a la basura (sí, en esa época no tenía computadora, escribía en papel. Arcaico, ¿no?). Pero todo comenzó a cambiar unos años más tarde cuando en la casa de mis padres, sobre todo en mi habitación, comenzaron a aparecer hoyos del tamaño de una pelota de tennis a nivel del suelo. Después, la épica plaga de cuervos que azotó el vecindario por semanas (hasta que mi padre tuvo a bien comprarse un rifle). Todo parecía coincidir, pero yo aún no sabía que mis cuentos eran más que eso: simples cuentos. Hasta que un día, de noche, apareció un animal anaranjado y regordete entre mis zapatos, entretenido en hacerle nudos a mis cordones. Fue entonces que me di cuenta de que Pannos existía, y me tomó un poco más de tiempo comprender que había sido yo el creador.

Conservé a Pannos como mascota hasta mi tercer año de preparatoria. Le compré una jaula de fierro doblemente reforzada (para evitar fugas), y una vez a la semana le compraba un par de cordones para que se divirtiera haciendo nudos. Pero un trágico día, Oruga, el gato familiar, tuvo un ataque de nervios y, entre las convulsiones de su crisis, soltó una bola de pelos que pegó en la falza pared e hizo tumbar el espejo de marco dorado.

Hoy, ya más maduro -ajem-, volteo a verme en esas épocas y no puedo evitar sentir ternura (un poco de nostalgia y envidia, también). Aún extraño a Pannos (sobre todo cuando se trata de atar mis zapatos), pero conservo la bola de pelos como recuerdo nostálgico (y remordido de conciencia por pensar que, si lo tiro, lo estaré matando). Lástima que nunca escribí un remedio para su mal.

No hay comentarios: